La primera vez que hice una reflexión sobre este tema tendría alrededor de 8 años, por aquel entonces mi amiga y compañera de juegos era mi vecina Marta. Marta desde su buen hacer y dadas algunas situaciones concretas solía decirme: “si yo fuera tú haría esto” o “si yo fuera tú haría esto otro”.
“Si yo fuera tú”. Tanto lo repetía esto Marta que terminé reflexionando sobre esa idea y un día llegué a una conclusión que viene a ser mas o menos un problema de lógica: Yo tengo mi vida, mis historias y mis experiencias. Tú eres yo. Luego si tu eres yo, tu harías lo mismo que yo.
Este sentimiento lo extrapolé a otros planos y descubrir que ese concepto tenía un nombre me hizo inmensamente felíz.
Gitanos, judíos, “moros”, chinos, rumanos… desde nuestros sillones de reyes soberanos nos sentimos poderosos imponiendo VERDADES, adjudicando CULPAS, cuanto daño hacen las verdades y las culpas etnocéntricas.
Comprendo que distanciarse de los valores que nos pusieron no puede ser un proceso tan sencillo, que salir del prisma de nuestra identidad nos hace sentir incómodos y hasta inseguros ¿Y que si nos enseñaran que hay una vida plural? Mientras le sigamos enseñando a nuestros niños que América fué descubierta poco hay que hacer.
En los libros, en las televisiones, en las campañas políticas tenemos las claves que nos convierten en etnocentristas, por ellas reafirmamos nuestro orgullo nacionalista y llenamos nuestras bocas de opiniones casi vacias, y nos dejamos hacer corriente.
Ya que nos educaron bajo el lema “todos somo iguales” ¿que si le damos una vuelta? Por que la realidad es que todos somos diferentes. Ponernos en frente, que no un enfrentamiento, un cara a cara para compartir, comprender lo que nos diferencia, pues todos nacemos de la misma manera pero no en las mismas condiciones.